El sábado Madrid no era de los madrileños. Los gatos nos sentíamos extranjeros en el metro. Línea 10 del suburbano: 1 a.m.
Llegada a Bernabéu vista desde dentro del vagón: flashes rojos y azules rodeaban el tren. Una vez parados, esas ráfagas de colores se convertían en personas. Así en todas las paradas.
La afluencia multicolor se coló en mi vagón. Yo, sentada, tenía ante mi representantes de dos aficiones, italianos a la derecha, alemanes a la izquierda. Los rivales más cercanos no se miraban. Sí lo hacían el resto.
Alegría en los dos lados: la descarada e inevitable alegría del vencedor y la falsa y sombreada del perdedor. Gritos de las dos aficiones aplastaban el sonido de mi reproductor de música.
Una mujer joven con camiseta del Bayern daba caña al adversario. Ni yo ni los italianos la entendíamos -salvo esos insultos tan ingleses-. Sus compañeros seguían a esta exaltada perdedora. Sorprendida quedé ante esta alemana, no había clichés de su origen en ella.
Los italianos cantaron a sus campeones y... a Piqué. Recordaron esas palabras en las que el defensa blaugrana pedía a su afición que el los interistas odiaran su profesión. Esa noche los italianos tomaron su revancha y el catalán estuvo a punto de perder los oídos. Ni que decir tiene el apoyo a los italianos de los pocos madrileños que se encontraban en el metro ante los gritos contra el Barça.
Mala cara la nuestra, la de los que nos quedamos sin final en nuestra ciudad. Sonrisas ante las aficiones, pero por dentro envidia. Sea de la sana o de la mala, da igual, pero envidia al fin y al cabo por no disputar ese partido ni poder vivir lo que sintieron los interistas. Ni siquiera lo que los bávaros.
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