
Allen Iverson ya está en Turquía. Llegó a Estambul enfundado en una camiseta de su nuevo equipo, el Beskitas, y con una gorra del que le hizo famoso, el Philadelphia 76ers, entre el griterío de los fans y el cerco de sus guardaespaldas.
El once veces All Star no consiguió fichar por ninguna franquicia este año. Sus rifirrafes con los entrenadores y la extraña bomba de humo que se marcó la temporada pasada unidos a un rendimiento por debajo de lo esperado en uno de los mayores anotadores de la historia de la NBA provocaron la ausencia de ofertas para el jugador en suelo estadounidense y su llegada al Besiktas.
En Estambul esperan que su fichaje sirva para darle un campeonato a un equipo que lleva 35 años sin conseguirlo. Yo lo que espero son los eventos que el club pueda hacer, porque pueden ser de traca: en ellos el jugador de Virginia podría juntarse con Guti, el otro chico malo tatuado, el del fútbol. Para Guti su experiencia turca está cerca de convertirse en su segunda juventud, probablemente lo que necesite su homónimo en la sección de baloncesto.
El mejor Iverson de los Sixers era un derrochador: derrochador de magia en la pista y derrochador de excesos fuera de ella. Era un bad boy imprescindible en el show NBA. Dueño de una muñeca prodigiosa que sólo su ansiedad anotadora podía empañar en la cancha. Vamos, nada nuevo ni punible en el hábitat de Kobe Bryant.
De momento el americano promete espectáculo en Turquía. Motivos para darlo no le faltan: hay mucha expectación en EEUU por ver si Iverson recupera su estrella y una buena actuación podría devolverle a la NBA.